Rafael Esteban Solá
Rafael Esteban Solá (Madrid, 1966) es licenciado en Filología Hispánica. Posee un Master en Enseñanza de Español como Lengua Extranjera además de una veintena de cursos de especialización. Ha publicado ocho libros y ejercido como profesor en cuatro continentes y una decena de países, enseñando lengua, civilización hispánica y literatura española en Universidades e Institutos de Secundaria. Actualmente trabaja en su Doctorado y en la finalización de la novela sobre India
DRONG
Cuando volvió de la taiga después de sólo un par de lunas con el tigre estrangulado sobre sus hombros, todos en la tribu supieron que muy pronto sería el nuevo jhut. En toda la comarca, incluso más allá de las colinas de Mbuluar, las demás tribus también lo sabían. Por ser hijo de Ixolt. Y por su naturaleza sobrehumana, que incluso tan temprano empezaba a ser leyenda, pues desde los tiempos de Ndjellakeq, al que ni los más ancianos conocieron al pertenecer a una era aún más pretérita, no había nacido entre los väijyi un ejemplar de guerrero tan formidable. Su moribundo padre, el viejo Ixolt, que durante treinta dimris había guiado con sabiduría a los väijyi, esperaba su vuelta junto al chamán Oonshne y los urdajhuts del consejo para ver cómo se cumplía el vaticinio aquella mañana neblinosa de principios de invierno. El joven Drong -al que con veinte dimris ya apodaban svemoguc, o todopoderoso– regresaba, como había augurado el hechicero, antes de que venciera el plazo. A nadie le sorprendió realmente. Pero dos lunas suponían una hazaña insólita, admirable.
Una silenciosa expectación acompañó sus pasos a través del poblado hasta la choza donde le esperaban los Vrudam, los que saben, que, intimidados ante semejante proeza, contemplaron cómo el hijo de Ixolt soltaba el áskar a sus pies y, postrándose ante ellos, proclamaba:
“Es mi deseo como nuevo guerrero entre los väijyi que se tome de inmediato una decisión -levantó hacia ellos su ya mirada de líder- No me equivocaba, los swarjos están a menos de cuarenta dhats, los he visto en su campamento preparándose para partir hacia los bosques del sur”. “Resistiremos, amado Drong” dijo el jhut. “Padre, nos aniquilarán…”. “No, resistiremos -hizo una pausa para tomar aliento- Aún respiro, y aún no eres jhut”, declaró solemne. “Calma, bravo svemoguc, no es esta época la del fin- aseveró Oonshne, que había permanecido callado hasta entonces- El tiempo de nuestra desaparición todavía no ha llegado”. “No podemos esperar, moriremos” manifestó Drong con visible pesadumbre. “En la tierra de los väijyi todo lo que se ve, y también el destino de los hombres, es esclavo de Sfrugod -se incorporó su padre apoyándose en la vara sagrada- Y el jhut vive todavía”.
Drong no se atrevió a insistir. Desde que se tenía memoria, los väijyi rendían culto al tiempo, al que llamaban Sfrugod, el guardián. Él lo ordenaba todo: la noche y el día, las cosechas, la temporada de caza, el clima, la vida y la muerte. Su ley era implacable… hasta aquella mañana brumosa de principios de invierno en la que Drong, el hijo de Ixolt, también conocido como svemoguc, volvió de la taiga después de dos lunas con el áskar sobre sus hombros. Todavía no era jhut y no le estaba permitido dar órdenes, pero ninguna de las tradiciones le impedía solicitar el favor de los suyos. Así que, presintiendo el inminente ataque de los swarjos y decidido a arriesgarlo todo por la supervivencia de su pueblo, reunió a la tribu en torno al árbol milenario y, con un discurso muy persuasivo, impregnado de sensatez, conminó a los audaces a salir en busca de Sfrugod para convencerle de que le hiciese jhut y de este modo salvar a los väijyi.
Cuando enmudeció su ardorosa exhortación, se encontró un auditorio indeciso. Los caudillos de los clanes se miraban unos a otros sin saber cómo reaccionar. Por un lado, al joven Drong no le faltaban razones para actuar. Si los swarjos se hallaban tan cerca, en apenas un lyuh les exterminarían, no habría piedad para nadie, y eso les llenaba de pavor. Pero por otro, desafiar la voluntad de Sfrugod era algo inimaginable, una osadía. Svemoguc percibió la turbación en sus rostros y se desazonó intuyendo sus dudas, su miedo… su fin. Sin embargo, a punto de resignarse a un combate suicida con los swarjos, una decena de manos se alzó de repente entre las dubitativas cabezas y el próximo jhut de los väijyi suspiró, con un brillo de esperanza en el semblante.
Se aprovisionaron de armas y víveres y partieron al encuentro de Sfrugod, que entendería su angustia y haciendo jhut a Drong anticipándole a la masacre, retornarían con ventaja para huir de los temidos swarjos.
Tres lyuh más tarde regresaron sin haber visto a Sfrugod y hallaron el poblado destruido. Los cadáveres se amontonaban en la hierba, sobre las rocas, en el interior de las chozas, que aún ardían. Todo lo que alcanzaban sus miradas era sangre, miseria, podredumbre, devastación, la ancestral crueldad de los enemigos se manifestaba salvaje frente ellos. No había sobrevivido nadie. Su padre, los miembros del consejo, el chamán, hombres, mujeres, niños, animales. Todos estaban muertos. Ya era jhut.
Con los ojos en lágrimas, según caminaba entre los restos de los väijyi y lo que quedaba de la aldea, Drong vio moverse una pierna bajo una pila de cuerpos descuartizados. Con ayuda de uno de sus hombres sacó de allí a la chiquilla agonizante que, antes de expirar en sus brazos, pudo contarle al valiente guerrero lo que había pasado.
“Sfrugod”