Néstor Carballal García

Néstor Carballal García. Madrid, 11 de julio de 1965.
Funcionario de carrera, ha ejercido su profesión en varias ciudades españolas tales como Madrid, Almería, San Sebastián, Manresa, Ávila, etc.
Dedicado desde que tiene conocimiento a la actividad cinegética, procura practicar esta, en todas las modalidades permitidas, decantándose preferentemente por la berrea y por la espera del jabalí.
Ha colaborado desde hace años con varios artículos en varias revistas del sector ya desaparecidas y recientemente ha tenido el honor de prologar un libro y colaborar con varios capítulos de otro, todo ello relacionado con el campo y la caza.

ECOTERAPIA

Este año la berrea la presumo muy cuesta arriba.

No ha llovido apenas, pero lo más grave es que no veo rastro de ciervas como otros años. Ni de ciervas ni de ningún animal de caza mayor. No se ven los cagarruteros acostumbrados ni camas en los lugares querenciosos que, a fuerza de verlas todos los años en los mismos sitios, me las sé de memoria. Nada.

Tanto es así que desesperado barajo varias opciones de lo que ha podido pasar. Desde el acostumbrado chanteo por amigos de lo ajeno, hasta que el ganadero las haya echado del coto a fuerza de molestarlas.

Hablo de esto con Juan. Me gusta hablar con él. Ganadero desde siempre, las vacas son su vida. Todo le parece poco para ellas. Sabe mucho de su campo, al que acude todos los días desde hace muchos años y conoce a ciencia cierta lo que pasa en el coto. Le planteo la pregunta directamente y sin rodeos. Me echa una mirada limpia y franca como acostumbra y me lo desmiente categóricamente. También a él le extraña la falta de ciervas y no sabe a que achacarlo, pero en un alarde de sinceridad me confiesa que se alegra. “Ese ganao por aquí cuanto menos mejor” me repite varias veces. No puede ver a la caza mayor desde que, hace unos años, le ordenaron sacrificar 21 de sus queridas vacas por la maldita tuberculosis. Más cuando el veterinario le dijo que posiblemente, las ciervas eran las culpables del contagio al ganado doméstico. Desde entonces, de nada ha servido que, cuando cazamos algún animal, le informemos que no tiene ninguna enfermedad después del preceptivo informe del veterinario. Él se ha quedado con esa copla y no sirve de nada decírselo.

Así que, con estas premisas llevo varios días recorriendo insistentemente el coto, con resultado cada vez más descorazonador. El jueves día 22, en el sopié de los cerros de la solana, he visto un cagarrutero fresco de ciervas. No muy abundante, pero fresco. Desde ese momento cambió todo, me subió el ánimo y me insufló fuerzas para, soportando el calor, seguir insistiendo. Se me ocurrió que, si hay en el coto algún venado, a lo mejor berrearía de noche, dada la poca actividad de sus congéneres por lo que, en esos días, llegaba al coto por la mañana de noche y si hacia jornada de tarde, me retiraba con ella bien entrada las horas. Ese mismo día me quedé hasta bien pasadas las doce de la noche y entonces lo oí. Un par de berridos se dejaron caer desde los cerros de la solana.

Eso fue suficiente. Me fui contento a dormir (aunque sabía que lo haría poco, porque ya tenía el corazón acelerado y la fiebre de la berrea dentro de mí). Tenía que seguir intentándolo.

A la mañana siguiente mucho más temprano que de costumbre, me presenté en el coto. Dejé el coche en el lugar de siempre y preparé los trastos con cuidado del ruido. En realidad, había poco que preparar. El rifle, con tres cartuchos en el cargador, más el de la recámara. Prismáticos, navaja y una ligera horquilla de esas telescópicas. Lo suficiente. Me alejo algo del coche y me paro. No se oye absolutamente nada, todavía es noche cerrada y falta bastante para que amanezca. Disfruto de la temperatura y de estar donde estoy. Respiro hondo. En esos momentos pienso que no me cambiaría por nadie.

Mi esperanza está en que el macho de señales de donde está. Pero nada de esto se produce, hay una quietud absoluta. Lentamente me dirijo hacia donde yo pienso que puede haber hecho su careo nocturno alguna cierva con la esperanza, remota, eso sí, de ver al macho cerca y pillarle en un renuncio. Recorro bastante terreno esforzándome en no hacer ruido, o al menos, en hacerlo lo menos posible, al tiempo que cuido del aire, que sé que se levantará, aunque levemente en la transición de la noche al día.

El esfuerzo es agotador, aunque hago frecuentes paradas, el ansia por ver oir algo de berrea me impulsa a seguir, apenas sin resuello, recorriendo el cazadero. El acostumbrado sudor me empapa la espalda y resbala por mi cara. Paradójicamente, él es el causante del momentáneo alivio y frescor que siento, cuando se funde con alguna pequeña corriente de brisa que procuro, en todo momento, me de directamente en la cara según voy avanzando.

Nada de esto da sus frutos. No veo ni oigo absolutamente nada y mira que he recorrido terreno. Pero estoy saturado y al mismo tiempo contento. Es caza pura, incierta y escasa. Como tiene que ser. Si algunos supieran o al menos se molestasen en intentar saber… no digo yo que les guste, lógicamente para gustos los colores, pero al menos no oiría las cosas que tengo que oír en contra de lo que me apasiona y que ya hace bastante tiempo que ni me molesto en rebatir. Para qué.

Son más de las doce del medio día cuando llego al coche. Hace tiempo que apenas sudo por falta de líquido, pero me resisto a beber. Tengo esa costumbre. Por el camino a casa repaso la jornada y planeo la tarde. Mentalmente hago el recorrido que haré y me sitúo en el lugar exacto en el que esperaré la llegada de la noche, con la esperanza que el macho se mueva en mis cercanías y me de una oportunidad de, al menos, verle. Recibo una llamada de la oficina que lleva mi pensamiento fuera del mundo en el que estos días estoy sumergido y me devuelve, de forma repentina, a mi otra realidad. Me preocupa lo que me dicen, pero hago esfuerzos para que no me afecte. Así no hay quien desconecte. Con lo feliz que estaba en estos últimos días, viviendo intensamente en mi pequeño universo de venados, vacas y calor.

Por la tarde soy puntual. A otra cosa no, pero a insistente pocos como yo. Dejo el coche en el lugar de costumbre, cojo mis pequeños aparejos y echo a andar. Concierto de cigarras dado lo temprano de la hora. El calor aprieta de firme y junto a las numerosísimas moscas, hacen que el trayecto no sea del todo agradable, pero es lo que quiero hacer y estoy deseando llegar al lugar que tengo en mente y dejarme olvidar por el campo. Me siento en la piedra que tenía pensado y cosa curiosa, la tarde se me pasa en un suspiro, pensando en mi vida personal y en el giro que pueden dar los acontecimientos que poco a poco, pero sin pausa, se están sucediendo en estos días. En realidad, el primer sorprendido soy yo, pero no puedo parar ahora, no quiero.

Literalmente sin darme cuenta, dado que estoy completamente sumergido en mis pensamientos, llega la hora del lubricán. Muevo ligeramente la cabeza y me llevo un sobresalto. Tengo una cierva y su gabata apenas a sesenta metros a mi izquierda. Afortunadamente no hago ningún movimiento y no me detectan. Tengo el aire perfecto, por otra parte, como lo tengo previsto. Esa es una de las razones por la que precisamente estoy sentado aquí. Ya no las quito ojo. Más que mirarlas a ellas escruto los alrededores anhelando ver la figura oscura de su sultán. En su careo se van alejando de mí lentamente, al tiempo que la tarde se va sin remisión. Mascando mi desilusión lentamente me pongo en pie. Mentalmente estoy repasando el trayecto hasta el coche y sé que llegaré con noche cerrada.

Inicio la retirada procurando por todos los medios que las ciervas no me detecten y encamino mis pasos al pequeño cerrete que tengo a mis espaldas y que en su caída da directamente a los prados que denominamos de las zarzas grandes. Bajo lentamente, procurando no hacer ruido cuando, sin saber muy bien porqué, me detengo en seco. Un ligerísimo roce, o tal vez intuición, me hace mirar a mi izquierda y entonces le veo. Apenas a diez metros de mí está el venado que subía hacia el careo de las ciervas. Nos miramos sorprendidos. Él fue el primero en romper la escena. Da un elástico salto, retrocede y salta una pared de piedra. Oigo su galope y entonces reacciono yo. Descuelgo el rifle como puedo y busco un ángulo de tiro adelantándome unos metros. Le veo ya a trote largo y aunque logro meterlo en la mira, no me atrevo a tirar. No se merece un tiro sucio. Con la imagen del ciervo grabada a fuego en mi retina llego al coche y me retiro. Le he visto y sé que merece la pena. La cuerna la vi larga y aunque no me di cuenta del número de puntas, se le adivinaba una corona en cada cuerna. La fiebre creció en intensidad.

Muy temprano camino del coto, noto el cansancio. Ya son muchos los días en que apenas duermo y el trayecto hasta el campo se me hace ya cuesta arriba. La ilusión puede con todo, pero las fuerzas físicas ya escasean. Son muchas horas en el campo sin apenas comer y mucho menos beber. Con esto de la bebida tengo un problema. Apenas bebo agua y aunque médicos y amigos me dicen que no es normal y que tengo que remediarlo, sopena de consecuencias malas para la salud, no logro ponerle remedio. Con estos pensamientos llego al sitio de costumbre y según bajo del coche el corazón me da un vuelco. Varios berridos intensos me reciben. Los sitúo perfecta y torpemente, preparo los tratos y me encamino hacia ellos. Sé exactamente donde está. Esta vez es mío, pienso.

Casi corriendo intento torpemente acortar la distancia. Cuando aun me quedan unos quinientos metros para llegar me paro. El corazón lo siento en las sienes y apenas puedo respirar, aunque desesperadamente abro la boca intentando que el aire entre más rápido. El venado sigue berreando. Llego a los prados donde está, pero aún es noche cerrada. Me paro. Miro que el aire esté bien y me tranquilizo. Si hago las cosas bien el venado es mío. Por otra parte, pienso que ya es hora, que me lo he ganado en buena lid y sonrío. Aunque intento con los prismáticos ver algo, aún esta muy oscuro para distinguir animal alguno. Los berridos siguen sonando apenas a cien o ciento cincuenta metros de mí. Algunas veces se alejan y otras parecen que vienen hacia donde yo estoy, pero sigo sin ver nada. Antes de darme cuenta los sonidos se desplazan hacia mi izquierda y parecen que se alejan. Me da un vuelco el corazón y me muevo en esa dirección. Repaso con la memoria la configuración del monte en esa zona y sé que hay una zona muy cerrada seguida de una otra de sotobosque que termina en dos prados grandes. Me muevo intentando cortar la trayectoria de las reses, pues por el ruido, ya sé desde hace unos minutos, que son varias, con el fin de salirles al encuentro. A duras penas lo consigo. Aunque me sitúo, pienso que bien, en el lugar correcto, pasan lentamente a unos treinta o cuarenta metros de mí, son metros densos de vegetación. Con los prismáticos apenas he podido ver alguna pata y algún lomo marrón entre las encinas y escobas. Retrocedo e intento situarme otra vez en la posible trayectoria de los animales. Mi intención es salir al paso en uno de los prados grandes con forma de arco, que quedan casi a mis espaldas. Los berridos del venado, al que imagino siguiendo a las ciervas intentado sujetarlas, así me lo indican. Sin embargo, llego tarde. Cuando me quise dar cuenta y llegar al borde del prado me encuentro con una cierva que me mira completamente alertada. Me quedo inmóvil y entonces, por el rabillo del ojo, le veo. El venado está en la otra punta del prado a punto de sobrepasarlo. Rifle al hombro y un tiro sin pensarlo, me digo a mí mismo. Carrera y luego silencio.

No le he visto hacer nada extraño, ni he sentido ruido alguno del desplome, como tantas veces. Descorazonado me dirijo al sitio y no veo nada. Ni pelos ni sangre, nada. Sigo su trayectoria unos centenares de metros, sólo para darme cuenta de que he fallado miserablemente. Entre incrédulo y cabreado encamino mis pasos al coche. La garganta me arde de puro enfado. Como tantas veces, pienso que a toro pasado se intenta encontrar una excusa. Nada, me lo he comido con patatas. Cura de humildad y aunque intento convencerme de que esto es así, estoy descorazonado.

Esa tarde no volví al coto. Me quedé a descansar y rumiar mi fracaso. Pasé la tarde relajadamente y me recuperé, físicamente, porque en lo personal estaba preocupado por mis pensamientos y acontecimientos de los últimos días. Lo que tenga que ser será, pensaba íntimamente.

A la mañana siguiente, muy temprano me encontré como de costumbre en los últimos días, camino del coto. Mentalmente hice el recorrido que pensaba me ofrecería más oportunidades y traté de sobreponerme del fallo del día anterior. Al cerrar el coche le oí. Sonaba en el sopié de los cerros de la solana. La distancia era mucha, pero pensé que tampoco tenía más oportunidades. Salí corriendo literalmente. Según avanzaba trataba de acortar el camino por portillos y prados. La zona a la que me dirigía la conocía de memoria. Solo esperaba no espantar alguna cierva por el camino y que esta, al ladrar, alertara a las demás.

Ya no berreaba, pero imaginaba donde podía estar. No necesitaba nada más. Dejé de correr y empecé a mirar donde pisaba y andar con más cuidado. Los pulmones me explotaban a fuerza de contener la respiración con el propósito de no hacer ruido. Más lento, más lento, me decía a mi mismo cuando, al mismo tiempo pasaba por el sito donde le vi por primera vez. Solo me quedaban unos metros para coronar el pequeño cerrete para encontrarme en la zona donde careaban las ciervas y donde esperaba encontrarlo.

Intenté asomarme milímetro a milímetro. La uniformidad cromática de la zona hace que al principio no logre distinguir animal alguno. Sin embargo, pronto distingo una cierva debajo de una encina y a su lado otra. Un poco más a la izquierda otra. Apoyo el rifle en la horquilla y quito el seguro. Entonces se produce la visión que desde entonces tengo clavada en mí. Aparece a trote corto una cierva y detrás el venado, con el cuello alargado y la lengua fuera, intentando olerla. Están apenas a setenta metros. Le encuadro en la retícula del visor. Subo los aumentos a siete e intento fijar la cruz en su paleta. Se para, alarga el cuello y suelta un berrido. Al tiro, se desploma sobre sus propias huellas. Las ciervas sorprendidas miran en diferentes direcciones y capitaneadas por la más grande trotan hacia los cerros de la solana.

Lejos de correr al ver el animal, me asombro a mí mismo quedándome en el sitio. Sorprendido en lo más intimo por el primer pensamiento que viene a mi mente ante los acontecimientos vividos. Lentamente descargo el rifle y con mimo lo dejo apoyado en la encina más próxima y me siento apoyándome en su tronco. Trato de poner en orden mis pensamientos que ahora mismo son un torbellino de sensaciones. Poco a poco lo asumo e incluso sonrío irónicamente al aclarar algunas cosas de una vez por todas. Lejos, muy lejos, suenan las voces de Juan llamando a sus vacas. Resueltamente, ya aclarado en mi fuero interno el torbellino de estos días, reacciono y me acerco al ciervo. Es exactamente como yo pensaba. Un animal viejo, hecho y perfectamente terminado. Le examino un poco y veo que no ha tenido una vida fácil. La libertad pasa factura. Por la configuración de su cuerna se ve que ha conocido días mejores, pues claramente se ve que le falta fuerza en la parte superior. No me importa, es un trofeo soberbio, el más bonito del mundo. Es mío.

Salgo al encuentro de Juan lo más deprisa que puedo. Quiero que me ayude para aprovechar la carne. Con su ayuda terminaré antes de que apriete el calor y cargaremos todo en su pick up dejando la zona limpia. Según le estoy desollando y eviscerando intento, como siempre, convencer a Juan de la bondad de tener estos animales en el coto. Le muestro el hígado perfectamente limpio y él mismo me reconoce que esta en perfectas condiciones, pues me hace observar que ni se le observan garrapatas en la piel.
Lomos, solomillos, paletas y jamones a parte de un buen trozo de cuello son separados del animal en escasos minutos por fuerza de la costumbre. No hay mejor homenaje para un animal de caza que el que estoy haciendo, pienso mientras lo hago.

Cargado el coche con toda la carne y el trofeo ya con el precinto puesto, se aleja del lugar para dirigirse a su casa y dejar allí las partes que le corresponden del reparto que hemos hecho. Las mías me las dará en la carretera una vez que recoja yo mi coche. He preferido hacer así, primero, para preservar la carne y segundo, para que me de tiempo a poner en orden la marabunta de pensamientos que se agolpan en mi mente y que espero me dé tiempo a hacer según voy camino yo solo, hacía el coche.
Me alejo mientras observo los primeros buitres trazando círculos por encima del lugar. Se completa el ciclo de la vida.

De camino a casa, en el coche, miro insistentemente por el espejo y veo parte de la cuerna del venado. Definitivamente y para siempre es un venado muy especial para mí, no solos por cómo se ha desarrollado todo, sino también porque gracias a él me he dado cuenta y al mismo tiempo he aclarado un pleito personal que tenía y desconocía como afrontarlo.

Y no pudiendo ser de otra manera, y para siempre, formará parte de mi pequeña historia.