Montaña Campón

El último capítulo

Montaña Campón (Cáceres, 1971) se licenció en Derecho por la Universidad de Extremadura. Es autora de “El secreto del coronel” (Luhu editorial, 2013), “Trece” (Cuatro hojas, 2017) “El bombo de Tomás” (Norbanova, 2018), “Lisboa, Moscú, Madrid” (Editora Regional de Extremadura 2021) y “El enemigo del hombre” (De la Luna libros Mérida 2022). Sus relatos han sido reconocidos a nivel nacional e internacional con numerosos premios y menciones: I Premio del VII Certamen de Cuentos Villa de Moraleja con el relato “Bea y el dinosaurio”. II Premio en el III Certamen de Novela Corta Giralda (Sevilla) con “El secreto del coronel”. I Premio del Proyecto Venecias de Un Café con Literatos, con “Renacer en Varanasi”. I Premio del X Certamen de Relato Corto José Luis Gallego de Aluche (Madrid) con “Rojo vivo”. III Premio en el XIII Certamen Víctor Chamorro de Hervás con “El camino de las langostas”. I Premio II Certamen de Relatos sobre Discapacidad del Centro Benito Menni, Valladolid, con “La guerra de Mamá”. I Premio LII Certamen Casino Obrero de Béjar (Salamanca) con “Summertime”. Ha colaborado en revistas literarias, antologías de relatos y publicaciones colectivas.

El actor salió a toda prisa del edificio de la radio. Había grabado el último capítulo del serial de moda y decenas de señoritas seguían sus pasos en pos de un autógrafo que presumir. “Con amor, vuestro Gonzalo”, garabateaba. Lo que no sabían ellas es que su Gonzalo, Gonzalito del Po, el actor que daba vida a “El indomable Julián”, en la novela homónima que a través de la radio seguía cada noche el país de la peineta y el toreo, era un figurín maravilloso dotado de una inefable voz de pito. Sus largometrajes habían sido doblados hasta los créditos, y ni concedía entrevistas, ni realizaba declaraciones. La voz prestada en los seriales conformaba un truco de producción, necesitada de vender a los radioyentes una imagen alejada del español macho ibérico, pues “El indomable Julián” no hubiera obtenido éxito alguno siendo el típico tío de a pie de los sesenta: bajito, velludo y calvo. Así que Gonzalito del Po fingía que actuaba. Se fotografiaba para la prensa, contentaba a las parroquianas, posaba sonriente para el noticiero nacional. Jamás emitía una palabra, pero cualquiera hubiera jurado que disertaba como un erudito.

La otra parte del embuste, el de la voz prodigiosa, solía tomar el ascensor directo al garaje. No le apasionaban las multitudes, ni las reuniones de fanáticos. Su apariencia física le había conducido a la autoexclusión social. Enjuto, narigudo, de manos alargadas; la maledicencia de sus colegas le apellidaba “el duende”. Él, lejos de sentirse insultado, aprovechaba la presunción de encantamiento para mantenerlos a raya. Sin embargo, la modulación de su voz, el ritmo de sus locuciones, la claridad de su fonética y sobre todo la intensidad de su interpretación hacían de “El indomable Julián” el ídolo de media España. “Un ídolo de poca monta” – pensaba el duende mientras prendía el contacto del utilitario. El último capítulo de la temporada estaba listo para reproducirse y su agente le había perseguido con un adelanto de la venidera. Ante su falta de interés, el representante le había canturreado los dividendos que le reportaría la impronta de su firma. El duende lo había despachado con enojo, observando a Gonzalito del Po a través de los cristales: alto, bien parecido, siempre rodeado de jovencitas…

Jamás le causó aprecio alguno. En todos los años de colaboración apenas habían cruzado una docena de palabras. El duende despreciaba su impostura, Gonzalito del Po rehuía su presencia. Retrepado en el taxi que le trasladaba hasta su casa, se preguntaba por qué el otro no había consentido firmar el contrato. Se figuraba con aprensión que deseaba abandonar el negocio, y si la voz le faltaba su carrera se iría al traste. Quizás sólo pretendiera más dinero. Expulsó el aire aliviado, las cuestiones susceptibles de resolverse a golpe de chequera no le interrumpían el sueño. Unos cientos más y listo, problema superado. La otra posibilidad le cortaba la respiración. ¿Y si el engendro deseaba impulsar su carrera personal y lo apartaba? El país no perdonaría tal artificio. Tenía todas las de perder, una cara bonita con una voz irritante, objetivo perfecto para la chufla. Los medios le ridiculizarían, le harían parecer un idiota. El nudo de la corbata le oprimía, lo aflojó al penetrar en la casa. “¡Haz venir a mi representante!” – ordenó al asistente y se sirvió una copa.

El duende fumaba desde una ventana del hospital. Saboreaba el cigarrillo como si fuera el último. Si el doctor llegara a enterarse, lo regañaría como a un adolescente atolondrado. “Su cáncer avanza irremisiblemente, en breve habremos de intervenir” – había sentenciado dos semanas atrás. “Justo para concluir las grabaciones…” – convino el duende. Aún no estaba al tanto de que se proyectara prolongar la emisión de la radionovela. De ahí su negativa a firmar el contrato. Al extirpar el tumor maligno que anidaba en su garganta, le extirparían también la voz. Apagó el cigarrillo y lo arrojó por el wáter. La enfermera regresaría pronto para mudarle los sueros. Se tumbó en la cama y pensó en ella. Rubicunda y entrada en carnes, se daba un cierto aire a aquella otra. O tal vez fuera su mente alucinógena la que forzaba el parecido. La sensación de fracaso se le clavó a la altura del pecho.

Valeria había constituido su única tentativa de acercarse a la normalidad. Gonzalito del Po las apartaba como moscas, y a él las mujeres le trataban como un insecto. El actor jamás contestaba a las cartas que aquéllas le enviaban. Un día, el duende quiso experimentar la fábula de sentirse deseado, y abrió una de las misivas, al azar, sin pretensiones. La chica de provincias sonreía a la cámara cuando el fotógrafo tomó la instantánea. “Si no hallase tiempo para escribir, puede contactar con este número… –coronaban la invitación unos dígitos de formas redondeadas. Durante meses se telefoneó con ella, tomando prestada la imagen del actor. Condujo la relación por derroteros que se apartan de lo carnal, y consiguió que, en plena exaltación de sentimientos, Valeria confesara que adoraba su voz por encima de todas las cosas, que, aunque no fuese agraciado, lo querría exactamente igual. Entonces el duende quiso darse a conocer. La citó en una cafetería de la estación central, ella viajaba con su prima, él temblaba al presentarse. Ambas chicas enmudecieron, él pronunció incongruencias todo el rato. La joven terminó por preguntar: “Pero… ¿para cuándo vendrá Gonzalito?” El duende abonó las consumiciones y tomó el primer autobús que abandonó los andenes. Nunca más supo de aquella mujer, ni de ninguna otra. Dedicó sus esfuerzos al trabajo, con la rémora de Gonzalito Po pegado a las cuerdas vocales. “¡Por fin voy a acabar con ese cáncer!” – sonrió antes de cerrar los ojos.

La grabación de los nuevos capítulos se retrasaba. Nadie conseguía localizar al locutor que ponía la voz a “El indomable Julián”. Contratar un sustituto era arriesgado, la audiencia apreciaría el cambio de timbre, y harían preguntas difíciles de contestar. El acuerdo con Gonzalito del Po también permanecía en el aire. Un tío cañón con una inefable voz de pito no pintaba nada por sí solo en el mundo de la radio. El actor, desesperado, se hallaba recluido indefinidamente en su casa, ingiriendo alcohol en grandes cantidades, para engrosar la voz, por estricta recomendación de su representante.