Un Rincón de Literatos

Musas de la Poesía chilena

La Poesía chilena ha gozado siempre de gran prestigio poético. En nuestro Rincón de Literatos esta vez nos inclinamos ante tres poetisas de excelentes letras.

Stella Díaz Varín es una poetisa perteneciente a la generación de los años 50. Estudia Medicina y Psiquiatría, donde creé encontrar la puerta para conocer los sueños del ser humano. Viaja a Cuba donde presenta en la Casa de la Américas un ensayo sobre poesía chilena. Entre su obra podemos destacar Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959), entre otras.

Eliana Navarro, inspirada en el paisaje de Cautín e influenciada por el poeta sureño Augusto Winter. Colabora en varias revistas como En viaje o Margarita, entre otras.

Destacamos Tres poemas (1951), Antiguas voces llaman (1955), La ciudad que fue (1965), La flor de la montaña (1995). Su poesía ha sido estudiada en varias universidades chilenas y extranjeras.

Rebeca Navarro. Poco hemos podido encontrar de esta poetisa que sus versos nos hacen caer en la fragancia más dulce.

Desde Un Café con Literatos rendimos homenaje a estas poetisas para que la eternidad de la memoria les abrigue siempre.

Advenimiento

Stella Díaz Varín

Una cruz dibujada con perfiles de sombra.
Está mi cabellera ligeramente absorta
cubriéndole el estiércol a los ojos del mundo.
Está mi arquitectura de raíces informes
ahuyentando a los cuervos, dominando el silencio
y esperando su hora.
Ay, hombre de los ojos y de las manos raras,
me gusta tu demencia más que tus reflexiones.
Dime que soy la hembra de un búho alucinado,
que de contar estrellas dormidas, quedó ciego.
¿Qué quieres de mi pobre manantial escurrido?
¿Qué quieres si ya sabes repetir mi palabra?
Un gesto de mi amo sabe cantar tu angustia:
un gesto de mi mano sabe domar tus ansias.
Hombre de las inquietas pupilas de aceituna,
capitán de las rojas carabelas del alba,
sabes que el Alfarero me hizo triste, ¿qué quieres?
Yo no sabía entonces que iba tener un alma.
Llegó un luna roja con sus ojos hundidos
a besar a los cardos.
Murió un cuervo esa noche,
y empezó mi jornada.
Ya ves qué de repente puede haber una noche,
puede morirse un cuervo.
Ya ves, qué de repente puedes contar las larvas
que beben en la cuenca vacía de tus ojos.
Ó una luna roja con sus ojos hundidos
a fabricar los peces
Yo estaba en ese instante en la madera. El leño
crepitaba de rabia porque estaba conmigo,
yo estaba en la madera,
y el leño era mi amante.
El Alfarero vino, tomó un trozo de fuego
y modeló mi entraña.
Después, apasionada y silenciosamente
dibujó mi sonrisa
que es esta mueca absurda que me forma la cara.
¿Qué quieres, pues?
Ya estoy como yo lo quería...
Ah, me olvidaba, ¿sabes?
De la primera nota de la flauta del viento
fue modelada mi alma.

Nubes

Eliana Navarro

Deja mirarte, cielo,
ver tus altos torreones incendiados,
tus arcángeles de oro,
tus fantásticos potros elásticos, deshechos,
galopando riberas verde jade,
en arenas bermejas o amarillo Van Gogh.
Así, tendida sobre el musgo,
contemplándote,
yo no siento el cansancio del día fragoroso.
Con tus ingenuos príncipes me yergo,
desfallezco,
me dejo conducir en el viento profundo.
Pero ya no son príncipes, son naves,
las inauditas naves veleras, argentadas,
con sus extraños nombres balbucidos,
las presurosas naves de mi infancia:
Corinto, Agamenón.
Y es el rumor del mar,
el prodigioso idioma de llantos y arrecifes.
el rumor insondable:
humedecidos remos fulguran, se deshacen,
y es el rumor del mar que sube de los árboles
del mar y su nostalgia y su sollozo-espuma.
La lavandera aprende mi secreto:
Mira el cielo sonriendo
mientras sus manos barren
arreboles de nube y de jabón.
En la ventana sólo queda
la dulce, testaruda cabeza de la abuela.
El ángel de la noche suena su corno de ámbar.
Oscuros galgos vaporosos,
mastines de anchas fauces sombrías aparecen.
Los arqueros del sol lanza sus flechas rojas.
Las piedras de sus hondas, multicolores nacen,
mueren grises.
Cierro los ojos antes que la sombra
deshaga mis castillos, mis corceles,
mis atrevidos penachos de llamas.
Quiero guardarme su visión eterna.
No me las robe el viento. No la borre la bruma.

A la orilla del tiempo

Rebeca Navarro

Hay un árbol distante en un camino,
a cuya vera estuve y creí mío,
y a cuya savia entremezclé mi sangre
y pozo obtuvo de mi llanto amigo.
Eternidades ruedan, mundos caen
al vacío del cosmos, a la nada;
y el árbol siempre en mis recuerdos queda,
erguido, intacto, a pesar de todo.
Una vez yo le vi, estuve allí,
a su sombra benéfica acogida;
hace siglos quizás, o quizás no...
El tiempo no me importa, él estaba allí.
¿Cómo puedo explicar esta tristeza?
Expatriada en mi suelo soy extraña,
tengo nostalgia inmensa y estoy sola
en medio de la senda más poblada.
Tengo nostalgia inmensa de la sombra
que un árbol sin ser mío me ofreciera,
una tremenda soledad me ronda
y me aísla de todo entre su niebla.
¿Quién entiende mi voz, quién mi llamada?
¡En toda lengua que aprendí la grito!
Extranjera me siento en este sitio
y he perdido a mi Dios, ya no soy nada.
Como un rayo fugaz, en mi memoria
el recuerdo se cruza con el sueño.
¿Dónde, cuándo? No sé, pero yo estuve:
Fue a la orilla del tiempo y del sendero.
Desolada persigo sin descanso,
lo absoluto perfecto, inalcanzable.
Buscadora tenaz, después de muerta
seguiré aún en la huella inenarrable.